Boyhood ha aparecido este año como el original y novedoso proyecto de Richard Linklater, rodado a lo largo de doce años en los que él y su cámara han ido detrás de un crío y su familia, durante todo el periodo que abarca la infancia y adolescencia.
Sin duda, Boyhood es una propuesta atractiva, ya que, sin recurrir a distintos actores ni a maquillajes fantásticos, se va viendo el avance de la historia a la vez que la evolución física de los protagonistas.
El problema es que, realmente, en la película no pasa nada. Bueno, van pasando cosas, pero son simplemente momentos puntuales de una vida que sigue su curso de una manera más o menos normal, con unas relaciones y unos sentimientos que no destacan ni sorprenden. Hay escenas que pueden tener un poco más de enganche, o de fuerza, pero simplemente porque nos dan la impresión de que a partir de ahí va a comenzar la chicha, aunque luego siga sin pasar nada.
Y continúa la película, y continúa el vacío. Los niños crecen y a los mayores les van saliendo algunas arrugas, y si a veces se dice que los niños son graciosos y los adolescentes inaguantables, ésa es la sensación que nos empieza a llegar también a nosotros según avanza el metraje; el muy largometraje.
Las casi tres horas que dura Boyhood se antojan excesivas para tratar una historia como ésta, o sea, demasiado cotidiana. Cierto es que también resulta complicada la tarea de resumir doce años de vida en sólo un par de horas, pero eso no va a eximir a Linklater de su pecado: Boyhood se hace larga.
Los principales actores adultos son Ethan Hawke y Patricia Arquette, sobre los que no hay ninguna queja, sino lo contrario. Que actores de su talento y agenda se comprometan para un proyecto bastante secreto durante tantos años tiene mucho mérito y demuestra mucha curiosidad artística. Pero, por el contrario, el caso de los actores jóvenes, que son Ellar Coltrane y Lorelei Linklater, es muy distinto. En el caso del chaval, tal vez por la falta de formación dramática, o de talento, su cara pasa de no mostrar ningún signo de vitalidad a, como mucho, fruncir el ceño en un ánimo de expresar respuesta. Lo de Lorelei, la hija del director, sólo lo puedo explicar como sinceridad poco disimulada, en lo que para ella era un divertido juego de actuar para papá cuando era pequeña, y se convirtió en una tortura según iba creciendo. De los dos, me parece el personaje más creíble, pero sólo porque sus gestos y reacciones me resultan tan reales que producen en mí hasta compasión.
Y es que, si doce años son muchos para hacer una película, suponen todo un mundo para los más jóvenes. Nosotros espectadores nos sentimos parecidos en la butaca, que tres horas tienen que estar justificadas, y eso le cuesta hasta a los documentales de Nueva Zelanda repartidos en trilogías.
En conclusión, Boyhood no deja de ser un título interesante por la curiosidad que produce esa diferencia que marcan los doce años de grabación. Pero, sinceramente, no veo que este esfuerzo sea una excusa suficiente para que las masas la encumbren y la adoren. Al menos, Linklater ha conseguido que nos identifiquemos con algunos de los personajes, y en este caso, podemos decir que se nos quedó cara de Lorelei.
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