Hay películas por las que uno pasa por delante rápido, casi sin darse cuenta, sin fijarse en los detalles y sin que nada de lo que la conforma se imprima en nuestra memoria. Del mismo modo, también hay películas que, aunque pasen como un suspiro por lo bien contadas que están, son de las que se quedan siempre ahí. O uno se queda en ellas, como hipnotizado, y no puede escapar de sus imágenes, frases y sensaciones por mucho que lo pretenda. Así es El expreso de medianoche.
Hay cárceles y cárceles
Estas películas que te atrapan son como una cárcel turca, en la que sabes que entras porque eres culpable, y lo aceptas como un pequeño acto de justicia. Tú te lo has buscado, aunque pensabas que no te iban a pillar. El problema es que no sabes cuándo vas a salir. Porque se supone que va a ser pronto, pero cuando estás a punto de conseguirlo, te vuelve a atrapar, y vuelves a sentirte ahí, sentado, en un suelo sucio, muy sucio, bebiendo un té que, más que té, es agua teñida de esa tierra que te sacudes del pantalón después de sentarte.
Y lo peor es cuando te acuerdas de que te habían dicho que la única manera de salir de allí era coger El expreso de medianoche, pero que ese tren no tenía parada donde tú estabas.
El expreso de medianoche (Midnight Express) no te avisa cuando llega. No te la esperas y, como ese tren al que hace referencia, te atropella sin que te dé tiempo a saltar de las vías. Ves a Billy Hayes (Brad Davis) con el hachís, la detención, el juicio, la cárcel, la cárcel, la cárcel. Ya estás allí con él. Eres él. Ese prisionero que tiene miedo a las palizas, que se refugia en sus amigos, que confía en su abogado y que alberga la esperanza de un pequeño milagro o, al menos, de justicia. Y, para colmo, no te das cuenta de que el metraje limitado es el fin de tu condena.
Ahí radica el mérito de El expreso de medianoche. Te sumerge en una cárcel turca asquerosa, y piensas que vas a pasar el resto de tus días junto a Max (John Hurt) y Jimmy (Randy Quaid). Y te jode, te golpea y te escuece la impotencia. Y, al final, comprendes por qué la felicidad está tan cerca de la locura, aunque no estés loco y nunca hayas sido feliz. O viceversa.
El caso real de El expreso de medianoche
A partir de un caso real, Oliver Stone escribió este magnífico guión sobre un ciudadano americano al que detuvieron intentando sacar hachís de Turquía y al que la justicia de ese país, junto con un sistema carcelario mucho más que deficiente, trató fatal. Alan Parker fue el encargado de dirigirla, con una mano tan sutil como eficaz, sin temblarle el pulso a la hora de exprimir los recursos visuales más impactantes que uno se pueda imaginar sin llegar al gore y, a la vez, quedándose el tiempo justo y necesario donde se tiene que quedar y con quien se tiene que quedar.
Es tan grande su fuerza que Brad Davis, tremendo Brad Davis aquí, no consiguió salir de su personaje como su personaje lo hizo de la prisión. Su inestabilidad emocional y su muerte prematura hicieron que prácticamente sólo se le recuerde por este papel, que no es poco, pero sabe a escaso viendo de lo que era capaz. A Stone le dieron Oscar y Globo de Oro por el guión, y a Hurt el segundo por actor de reparto. Para la competencia que había ese año, no estuvo mal, aunque fue mayor el aprecio del público, que sí acudió en masa a ver una película que ya se puede considerar casi un clásico.
Y es que hace falta talento para que una historia así, con todas esas premisas de caso real, injusticia, cárcel y penurias se te quede con buen recuerdo y no pase tan desapercibida como un telefilme lacrimógeno de los que no llegaban ni al videoclub. Aunque creas que no es tu estación favorita, deberías ir allí un día, a coger El expreso de medianoche. Tal vez no te apees.
Qué buena reseña y antecedentes le das a la película, se nota que te impactó tanto como a muchos de los que la vimos… en general tu página está con ganas, me gusta mucho!!!
Muchas gracias, Oswaldo!