Los años setenta fueron una década muy interesante en lo que a películas de culto se refiere. La espontaneidad abundaba en esa época, y los productores no escatimaban en apuestas sobre historias a priori poco comerciales.
El hombre de mimbre (The wicker man) cumple todas esas premisas. Robin Hardy trabajó con el guionista Anthony Shaffer sobre una novela de David Pinner llamada Ritual, con el fin de adaptarla para el cine. Pero la historia no terminó de convencerles, y terminaron escribiendo una nueva que, finalmente, sí vio la luz en fotogramas.
Neil Howie (Edward Woodward), un sargento de policía muy metódico y estricto, recibe una carta anónima denunciando la desaparición de una niña en la isla de Summerisle. Pero, al llegar allí, nadie reconoce a la muchacha, ni tampoco nada parece del todo normal.
Howie prosigue sus investigaciones, pero descubre que los habitantes de la isla han renunciado al cristianismo, cosa que a él le toca mucho en lo personal, y practican el paganismo. Esto, en realidad, no da mucho miedo. Pero cuando se ponen a cantar sus cancioncitas, ya empieza el tono de terror setentero, de ese psicológico que hace que nos metamos en la piel del personaje y admiremos la entereza con la que afronta tales situaciones. Bueno, y no sólo las de miedo, sino las de tentación, sobre todo ante Willow (Britt Ekland), que no deja de ser una especie de ángel tentando con su cuerpo femenino.
No se puede decir que El hombre de mimbre tuviera un gran éxito comercial, pero sí que, desde el principio, obtuvo el apoyo de la crítica especializada. Era algo de prever, al menos visto desde nuestra perspectiva actual, ya que no parece una película con un argumento atractivo para el gran público, ni con grandes estrellas, aparte del magnífico Christopher Lee en el papel de Lord Summerisle. Pero el ritmo acompasado, el ambiente de aislamiento en esa pequeña isla, y las tenebrosas canciones rituales y sociales que van ejecutando los habitantes del pueblo, hacen que la sensación de miedo y angustia se acoplen a los espectadores hasta el fondo de los sentimientos, y eso no es nada fácil de lograr.
Si no, que se lo digan a Neil LaBute y Nicolas Cage, con respecto al remake que hicieron posteriormente. De ésos que el Pelicultista cataloga de innecesarios.