Juegos de guerra (WarGames) es una de esas películas de los años ochenta que, como otras muchas de las que se hicieron por aquellos años, sigue manteniendo vigente un pequeño encanto para todos aquellos que la vimos entonces y, también, para los que la ven décadas después.
Cuando una película está hecha con ilusión, con motivación de entretener, y con una máxima que siempre se le dice a los guionistas, que es la de escribir una historia de la que disfrutarían siendo partícipes, se nota. Y eso es lo que sucede aquí. ¿Quién que la haya visto no ha querido vivir una aventura similar?
David es una joven muy aficionado a los videojuegos y la informática, y poco amigo de los estudios. A él, como a muchos de nosotros a su edad, le gusta más pasárselo bien que ser un chico responsable y formal. Pero, además, David tiene un talento especial para esto de los ordenadores y, aprovechando el equipo que tiene instalado en su cuarto se dedica a pequeñas travesuras como cambiar sus calificaciones escolares o saltarse diversos protocolos de seguridad.
Pero en una de éstas, se le va de las manos y acaba trasteando más de la cuenta, hasta meterse en un simulacro de guerra del Departamento de Defensa de Estados Unidos, donde piensan que la Unión Soviética está preparándose para atacar. Así, lo que David comenzó como un juego puede acabar desembocando en la Tercera Guerra Mundial.
La temática de la película era muy adecuada en esa época. Internet y los ordenadores aún estaban muy en los inicios, pero algo comenzaba a vislumbrarse y, a la vez, la Guerra Fría seguía vigente, por lo que el enemigo ruso viene que ni pintado, como casi siempre en las producciones americanas de los ochenta.
Juegos de guerra fue la película que propició el impulso de Matthew Broderick como uno de los actores emblemáticos de los años ochenta. Su rostro de adolescente pícaro y simpático es algo ya inherente a muchas de esas cintas que alquilábamos en el videoclub o hemos seguido viendo en la tele cuando las reponen, como Todo en un día o Desventuras de un recluta inocente. Su carrera ha ido perdiendo fuerza en los últimos años, aunque sigue trabajando y haciendo lo que le dejan. Su novia en la película, Ally Sheedy, más o menos lo mismo. En los ochenta participó en títulos hoy emblemáticos, como Cortocircuito y El club de los cinco, pero ahora mismo no está ni mucho menos presente en la primera plana cinematográfica.
El director de la película fue el británico John Badham, que anteriormente había dirigido Fiebre del sábado noche, y que ahora ya está centrado en la pequeña pantalla, dirigiendo episodios en distintas series de televisión y, suponemos, cercano a la jubilación.
A finales del año pasado me dio por ver de nuevo esta película pues fácilmente podría hacer entre 20 y 25 años que no la veía.
Me sorprendieron varias cosas de la película y me trajeron muy buenos recuerdos (como que por aquella época estaba seguro de que la protagonista era en realidad Ana Obregón :). Otra de las cosas que me sorprendió es lo actual del guión y la capacidad para que la historia no se haya quedado obsoleta siendo tan «tecnológica». Y la tercera y última, que en 1983 ya había chavales en EEUU con ordenador en la habitación, impresora y acceso telefónico a la red. Nos sacaban años luz. Por aquella época España estaba en la prehistoria digital en cuanto a la informática de consumo. Gran película de culto.