Para los que no la han visto, Los ojos sin rostro (Les Yeux sans visage. Georges Franju, 1960) tiene esa apariencia de película de terror de las que producen terribles pesadillas. Porque, aunque los ojos sean lo más representativo de un rostro, es fácil imaginar éste sin ojos, y no tan fácil imaginar los ojos sin rostro que lo acompañe.
Esto encaja con la opinión del propio Franju, que la describía como una película de angustia o, en otras palabras, un estado de ánimo más tranquilo que el terror.
Por eso, ante la visión o imaginación de algo difícil de pensar, pero fácil de entender, nos estremecemos. Y por ahí comienzan las sorpresas con esta película de culto, que es todo un clásico del terror y del suspense europeo.
¿Qué cuenta Los ojos sin rostro?
En el París de mediados del siglo pasado, se producen una serie de desapariciones y muertes en los que las víctimas siempre tienen un perfil similar: son chicas jóvenes y les han arrancado la cara.
Una noche que una desaparece, el doctor Génessier (Pierre Brasseur) acude a reconocer el cadáver, a quien identifica como su hija, que había desaparecido recientemente. Pero, en realidad, el cuerpo no pertenece a su hija, sino que ésta permanece en casa escondida, con una máscara solo deja ver unos ojos sin ningún otro rasgo en el rostro que le puedan identificar.
Ésta, de nombre Christiane (Edith Scob), sufrió un accidente del que su padre se siente culpable, y su rostro quedó tremendamente desfigurado. Por este motivo, y con la ayuda de la fiel Louise (Alida Valli), el doctor Génessier capta a jóvenes que se pueden asemejar a su hija para operarlas y extraerles el rostro, con el único objetivo de trasplantárselo a Christine.
Una película de suspense clásico
Los ojos sin rostro es una película que puede sorprender. El aspecto musical, al menos desde un principio, invita a pensar en algo picaresco, tirando a simpático. Pero esta película no lo es. No hay nada de gracioso en un médico psicópata que se dedica a robar las caras de chicas jóvenes para ponérselas a su hija.
Pero, incluso antes de que sepamos el meollo de Los ojos sin rostro, Franju nos va dando alguna idea de por dónde van los tiros. No es un director tan cruel ni tan incapaz. Incluso con esa juguetona sintonía, que no deja de ser un mero cebo para mantener la atención del espectador y, a la vez, una pista falsa que hace más inquietante el tono que pronto se descubre.
Pero lo tétrico viene ya cuando la música del genial Maurice Jarre desaparece. El silencio en pantalla, con unos planos en movimiento que se van deslizando sinuosos y que parece que nos van a dar un golpetazo en cualquier momento.
Ese estilo de dirección es uno de los aspectos más clásicos del suspense y el terror de los años cincuenta, que tendía a lo sutil y que atacaba más a lo psicológico que a lo material. Aunque, aquí, hay que reconocer algún momento de la película en el que se adivinan tendencias futuras… Luego, todo cambió, gracias a Hitchcock y su Psicosis, que marcó un antes y un después en el género.
El guion y los personajes de Los ojos sin rostro
En muchas películas de suspense y de terror, el guion se encarga de mantener la tensión hasta el giro final, el descubrimiento sorprendente y la victoria sobre el mal (normalmente). En Los ojos sin rostro, es diferente.
Aquí, pronto descubrimos cuál es el mal, quién lo ejerce y por qué. Pero esta transparencia también juega en contra de lo previsible, porque las reglas del juego han cambiado. Es una transparencia que sirve para acercarnos más, para darnos más proximidad con la historia y para que no nos confiemos.
Inconscientemente, le vamos a dar más credibilidad a lo que sucede, como si fuera un caso real, y en la vida no siempre ganan los buenos. Así que, aquí, nos toca aguantar hasta el final viendo al doctor actuar con toda su maldad.
La construcción de los personajes principales en Los ojos sin rostro es también bastante paradigmática y eficaz. No es fácil describir con cuatro trazos un personaje como el del cirujano, y aquí se consigue. Frío, implacable, obcecado en ayudar a su hija para reparar el daño del que se siente culpable. Es un cerebro casi genial, pero podrido por una ambición extrema y un remordimiento que le nubla el juicio.
Louise también es otro personaje fácil de entender; secuaz leal e implacable, se siente en deuda con el doctor y, por este motivo, actúa sin pensar, sin reflexionar, implacablemente.
Y, por último, el personaje doliente de Christiane, que sufre por todos los lados y que, tampoco es ningún secreto, resulta clave en toda la película. De hecho, es un personaje que, aunque no lo parezca, es muchísimo más complejo e interesante que cualquiera de los demás.
Lo que dijo la crítica de Los ojos sin rostro
Tan paradigmática sobre algunos aspectos de lo que es el cine de terror y suspense, Los ojos sin rostro se comporta del mismo modo que muchas películas de culto. Es decir, en el momento de su estreno, la crítica la vapuleó. Pero me refiero, principalmente, a la crítica periodística.
Hubo muchos cineastas que supieron ver el valor y la fuerza de esta película, e incluso la tomaron como referencia para algunos de sus trabajos, ya en los años sesenta y, por supuesto, en décadas posteriores. Es el caso de directores tan conocidos en estos géneros como Jesús Franco, con Gritos en la noche (1962) o Robert Hartford-Davis con su film Corruption (1968).
También ha habido reconocimientos de la influencia de Los ojos sin rostro por parte de otros grandes cineastas, como John Carpenter sobre la saga de Halloween o Pedro Almodóvar en La piel que habito (2011).
En los posteriores reestrenos, tanto en los años ochenta como a principios de este siglo, la recepción y crítica de Los ojos sin rostro fue mucho más positiva. Con el paso del tiempo y, sobre todo, con el poso que ha ido dejando en distintas generaciones de cinéfilos, se ha convertido en todo un clásico del terror y suspense europeo.
En esto, Franju cumplió su objetivo, el de reivindicar un género que muchos consideraban menor, porque era menos el terror y, aún así, penetraba más.
Un comentario
Afueras de París. 1960. La película, en blanco y negro, arranca con los faros de un coche que, como dos destellantes ojos, iluminan con dificultad una tortuosa carretera secundaria en una noche desapacible. Los títulos de crédito se suceden bajo los acordes de un vals casi carnavalesco, obra de Maurice Jarre.
Este juego de contrastes será una de las señas de identidad del excepcional film de Georges Franju. A modo de imagen especular de lo humano, el bien, la obsesión y lo feo iremos confrontando lo animal, el mal, la libertad y la belleza. El espejo —y su reflejo, como proyección invertida de la realidad— está muy presente a lo largo del metraje; incluso cuando aparece cubierta su superficie por un panel de madera que lo convierte en algo inservible; quizá, en un cuadro negro sin fondo. Y precisamente un cuadro, este sí pintado sobre tela, que cuelga en una de las paredes de la mansión de la ‘extraña’ familia protagonista del film, será la viva imagen del último fotograma de «Los ojos sin rostro».
Una cinta de una hermosura terrorífica, de una inocencia malsana y, también, de ese escalofrío que se abre paso —en este caso, con precisión quirúrgica— en la psique de los seres más racionales y vulnerables cuando todo se derrumba.
Una obra a reivindicar, que dejó una cicatriz soterrada pero palpable en todo el cine de terror posterior.
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